Sócrates 2
3. La existencia histórica de Sócrates. Vida y características.
Dos episodios de la vida de Sócrates —su actitud
en el proceso contra los estrategos de las
Arginusas y su repulsa a los Treinta, que
le ordenaban participar en la captura de
León de Salamina—, se relatanen la Apología de Platón (32b-d). Su carácter histórico adquiere verosimilitud por encontrarse también en obras extrañas a la literatura
socrática: Las helénicas, I, vii, 14 y sig.,
de Jenofonte y la parte autobiográfica de
la Carta VII de Platón. Otro testimonio de carácter estrictamente
histórico: el pasaje de la Anábasis, III, i,
donde Jenofonte nos refiere la consulta
que hizo a Sócrates acerca del problema
de su participación en la empresa bélica
de Ciro. Estos datos históricos parecen refutar la tesis de algunos críticos
modernos que quieren reducir a pura
leyenda o a creación poética la figura
de Sócrates que la tradición nos ha
transmitido. (Por ejemplo, las tesis de E. Dupréel y Olof Gigon.)
Tesis de E. Dupréel: Sócrates fue una ficción
literaria del nacionalismo ateniense de
Platón y de los llamados socráticos, que
habrían inventado la existencia, la enseñanza, las vicisitudes, la condena y la
muerte del imaginario maestro para disimular con esa ficción su propia esterilidad especulativa y para apropiarse de las
doctrinas de los sofistas extranjeros: Protágoras, Gorgias, Pródico, Hipias.
Tesis de Olof Gigon: admite
la existencia real de un tal Sócrates,
condenado a muerte por impiedad en el
año 399 a. C., pero sostiene que no fue un pensador, y que Platón, Jenofonte, Aristóteles y demás que lo presentaron como filósofo y maestro se han servido de su nombre para llevar a cabo la creación literaria
del ideal del sabio, tal como cada uno de
ellos lo concebía, sin preocuparse en absoluto por la fidelidad histórica. Todos estos
retratos, por lo tanto, pertenecerían a la Sokratesdichtung y no existirían acerca
del personaje testimonios históricos dignos de tal nombre, ni mucho menos acerca de su hipotética doctrina.
Esta reducción de Sócrates a puro mito contradice los
datos mencionados, y contrasta aún más
con el hecho histórico de las representaciones efectuadas en Atenas, durante la
vida de Sócrates, de comedias como las de
Teléclides, de Los aduladores de Éupolis
(421), del Connos de Amipsias (423)
y de Las nubes (423), Las aves (414) y
Las ranas (405) de Aristófanes. Se lo presenta en Las nubes
como figura que es una perfecta caricatura del tipo de filósofo que investiga y
disputa, lo cual prueba que como tal debía conocerlo todo el mundo en Atenas,
y confirma, indirectamente, además, la
declaración del Banquete de Jenofonte,
según la cual se lo apodaba "el pensador".
Aun por debajo de las interpretaciones hostiles encontramos, pues, el terreno firme de los datos históricos, esto es, la existencia y actividad
reales de un Sócrates pensador y maestro,
conocido como tal en la Atenas de su tiempo. Podemos entonces aceptar como verdaderos otros datos
biográficos que nos ofrecen especialmente
Jenofonte y Platón y reconstruir la vida
de Sócrates en sus lineamientos esenciales.
Su nacimiento, en un barrio suburbano de Atenas, debe situarse
en el año 470-469, puesto que al morir
(399 a. C.) tenía 70 años cumplidos.
Hijo del escultor Sofronisco, y de Fenareta, una partera muy conocida. Tuvo una familia de recursos sin duda modestos, pero que le permitieron adquirir la cultura tradicional de los jóvenes atenienses
de buena familia, cumplir con sus obligaciones militares como hoplita y dedicarse
luego enteramente a la desinteresada misión de maestro, aunque a costa de abstinencias heroicas, como dice Jenofonte
(Memor., I, ii), ο de una infinita pobreza, según dice Platón (Apol., 32)6
.
Desde su juventud parece estar en relación con las más notables inteligencias de
su época.
Según cierta tradición —procedente de su contemporáneo Ión de
Quíos y recogida por Diógenes Laercio
y por Simplicio— según la cual en su juventud había escuchado a Arquelao, discípulo de Anaxágoras; lo cierto es que
Jenofonte afirma (Memor,, I, i, 12 y sigs.,
y vi, 14) que se había familiarizado con
los "antiguos" filósofos, y Platón le hace
recordar en Fedón 96-97, su pasión
juvenil por conocer la ciencia física, por
hallar una solución a los problemas naturales, y un interés en la doctrina de Anaxágoras, seguido
por el desengaño que le produjo la lectura
del libro. Ello explicaría la
presentación que hace de él Aristófanes
en Las nubes, donde lo muestra suspendido en el aire contemplando el sol, esto
es, preocupado por los problemas naturales. Pero en el Fedón, 99e, Sócrates sigue
diciendo que, al no encontrar en ningún
naturalista una explicación satisfactoria
y al no lograr tampoco hallarla por si
mismo, tomó otro camino pensando que
la solución de los problemas no debía
buscarse en los objetos del conocimiento
sensible sino en los conceptos, y Jenofonte
dice que su maestro siempre hablaba de
cosas humanas. Por su parte, Aristóteles
compendia ambos testimonios al declarar
(Metaf., 987a-b) que Sócrates no se ocupaba de la naturaleza sino de las cosas éticas, indagando los conceptos universales.
Cuando Cicerón afirma (Tusc., V, iv, 10; Acad, post., I, iv,
15), que Sócrates hizo descender la filosofía del cielo a la tierra,
podría entenderse que señala dos etapas en su filosofar. Con esta interpretación puede resolverse un problema planteado por muchos
historiadores. Sócrates comienza su misión de escrutador y purificador de
inteligencias, según la Apología, luego del episodio de Querefonte en Delfos. Allí la Pitia responde negativamente cuando Querefonte le pregunta si había alguien más sabio que Sócrates. Pero ¿cómo
habrían sido posibles tal pregunta y su respuesta —se preguntan muchos— si Sócrates no era ya famoso por el cumplimiento de su misión de maestro?
El problema no es tal. La respuesta de la
Pitia, según esta interpretación, habría determinado, no el
comienzo de toda su investigación filosófica,
sino el paso de los problemas de la
naturaleza a los problemas del conocimiento
y del hombre.
La investigación natural de Sócrates
—tal como aparece en el Fedón y como
lo confirman las Memorables, I, i, 13 y
sigs.— constituía ya una posición crítica según la cual la pretendida ciencia de
los físicos se caracterizaba por una ignorancia real
de las causas. Sócrates debió ser conocido
en Atenas por este planteamiento y por
esta conclusión negativa acerca de la comprensión de la naturaleza pues en Las
nubes todavía se lo presenta como naturalista, y esa fama ya ganada de crítico
siempre insatisfecho puede explicar perfectamente la pregunta de su amigo Querefonte y la respuesta de la Pitia, la que
además podía saber, por el mismo Querefonte, que Sócrates reprochaba a los naturalistas la falta de una explicación
finalista, o sea la negación de una providencia divina. Pero la respuesta de la
Pitia —que nadie era más sabio que el
mismo Sócrates, que justamente reconocía
su ignorancia— le plantea un nuevo problema y una nueva exigencia que ya no
es la anterior indagación naturalista:
escrutar a los hombres para conocerlos y
alentarlos a conocerse a sí mismos y a ser
mejores.
"Desde entonces, de acuerdo con la
voluntad del Dios, no he cesado de
examinar a mis conciudadanos y a los
extranjeros que considero sabios; y si
me parece que no lo son, voy en ayuda
del Dios revelándoles su ignorancia."
(Apol., 23 b.)
Convencido, en efecto, de que debía
cumplir una misión de escrutador de
conciencias y estimular a todos a efectuar
su propio escrutinio, Sócrates se dirigía
—en los gimnasios, en el ágora, en las
calles, en los banquetes, en cualquier parte— a cada uno, sin hacer distinciones de
clase, oficio o edad; a políticos y
sofistas, a poetas y artistas, a soldados y
artesanos, a jóvenes y ancianos, a
extranjeros y conciudadanos (Apol., 30a). Una intuición
instintiva, que él consideraba inspirada
por el daimon siempre presente en su
interior, le revelaba quién estaba dispuesto
a aprovechar su conversación y quién no,
y así seleccionaba sus discípulos. Debemos distinguir, pues,
entre interlocutores ocasionales y
discípulos; con todos Sócrates trata de
realizar su escrutinio, pero sólo algunos
de ellos se convierten en compañeros asiduos o en discípulos. Son, por cierto,
personas muy distintas, que luego se
convierten, unos, en políticos, como Alcibíades, Critias, Cármides; otros, en militares e historiadores, como Jenofonte;
otros, en filósofos fundadores de
escuelas socráticas: Antístenes, fundador de la
escuela cínica; Aristipo, de la cirenaíca;
Euclides, de la megárica; Fedón y Menedemo, de la eleo-erétrica; Platón, de la
Academia; además de Esquines de Esfeto,
el discípulo más fiel, Simias y Cebes, ex
pitagóricos, etcétera.
Los
discípulos que pueden y saben comprender
la grandeza y nobleza espiritual del
maestro le profesan veneración. Pero el
común de los examinados a quienes Sócrates hace patente su inconsciencia e
ignorancia, recela de él y le guarda rencor. Algún discípulo rebelde,
como Alcibíades, avergonzado,
se siente impulsado a rehuirlo y hasta a
desearle la muerte, pero al mismo tiempo
tiene conciencia de que si eso ocurriera
experimentaría el más agudo dolor.
(Banq,, 216a-c.)
A muchos otros sólo les
queda una enemistad incomprensiva y
rencorosa; y sobre ese fondo general de
incomprensión popular, de sospechas y
resentimientos —expresados también en
la presentación hostil que de Sócrates
ofrecen los cómicos, especialmente Aristófanes— actúan las pasiones políticas
exasperadas por el derrumbe del imperio
ateniense y la guerra civil entre oligarcas
y demócratas. La opinión pública le reprocha a Sócrates que entre sus discípulos
figure un responsable de grandes desastres
ciudadanos, como Alcibíades; los peores
entre los Treinta Tiranos, como Critias
y Cármides; laconófilos como Jenofonte y Platón. No importa que en las batallas
de Potidea (432), Delio (424) y Anfípolis (421) Sócrates haya cumplido con
más valentía que otros. En defensa de la ley
y de la justicia, Sócrates se había negado —solo, y arriesgando la vida— a
ceder, tanto a las imposiciones del furor
popular en el proceso contra los estrategos
de las Arginusas (411), como a la orden
de los Treinta de arrestar a León de Salamina (404); pero el público acaso ignorara el segundo episodio y si recordaba el
primero lo interpretaba quizás como expresión de un espíritu antidemocrático
en grado no menor que la crítica a instituciones tales como el sorteo de magistrados o la atribución a todos de facultades
políticas.
Con razón decía Sócrates que si hubiese
participado en la actividad pública y en
sus contiendas, él, que era irreductible
opositor a toda acción injusta o ilegal,
habría perdido la vida hacía tiempo
(Apol., 32d y sigs.), pues en la guerra o
en cualquier otra ocupación su lema era
igualmente cumplir con su deber, atendiendo sólo a la justicia o injusticia de lo
que hacía y sin preocuparse por la muerte ni por nada y sí sólo por la vergüenza
(Apol., 28b-d). Por otra parte, no sólo
la voz interior de su daimon le vedaba
entregarse a la vida pública, sino que además la actividad política no le habría permitido el cumplimiento de su misión,
en la que veía la ejecución de un mandato
divino y su verdadero aporte al bien de
la ciudad.
"Nunca en mi vida me he concedido reposo en el esfuerzo por aprender, sino que,
descuidando lo único que la mayoría cuida —el dinero, el hogar, el ser estratego o
caudillo y demás magistraturas, y las conjuraciones y sediciones ciudadanas...—
no me metí en las cosas en que no creí
que pudiera ser útil ni a vosotros ni a mí
mismo, sino que siempre acudí allí donde
podía aportar el mayor beneficio, acercándome en privado a cada uno y tratando
de convencer a cada uno de vosotros de
que se preocupara por sí mismo antes que
por sus intereses, a fin de llegar a ser más
bueno y más sabio; [por el mejoramiento
espiritual] de su ciudad antes que por los
bienes materiales de ésta." (Apol., 36b-c.)
"Debido a esta tarea, no tuve posibilidad
de hacer nada digno de consideración, ni
en los asuntos públicos ni en los privados,
de manera que vivo en pobreza infinita
por servir al Dios." (Ib, 23 b.)
Mientras tanto, al rencor de aquellos a
quienes él mismo había hecho avergonzarse se agregaba el de otros hombres
examinados por muchos discípulos que se
complacían en imitarlo. "Y así resulta
que los examinados por ellos se encolerizan conmigo, no con ellos mismos, y dicen
que hay un tal Sócrates, hombre perverso,
que corrompe a los jóvenes." (Apol.,
23c-d.)
Sócrates no se preocupaba por la tormenta que iba condensándose sobre su
cabeza; seguía cumpliendo la misión que
a su juicio le había sido confiada por el
Dios, con la misma imperturbable serenidad con que a veces se ponía a reflexionar en algún problema, insensible a las
contingencias circunstantes, al frío, al
hambre, al cansancio, como cuando —según refiere Alcibíades, Banq., 220c-d—
en Potidea permaneció todo un día y una
noche de pie e inmóvil, concentrado en
sus pensamientos, hasta que al salir el sol
rezó sus oraciones y se marchó.
Pero en el año 399 la tormenta se desencadena. Tres ciudadanos —Meleto, poeta; Licón, orador; y Ánito, mercader y
político influyente por haber sido compañero de Trasíbulo en la expulsión de
los Treinta Tiranos— se convierten en
portavoces de las sospechas y de la hostilidad ya difundidas y denuncian a Sócrates acusándolo de corromper a la
juventud, de negar a los dioses patrios y
de introducir nuevos seres demónicos.
Pena pedida: la muerte.
De acuerdo con la Apología platónica, en el
proceso Sócrates centra su defensa en
el relato de su vida y del apostolado que
después de la respuesta de la Pitia se impuso como deber sagrado. Así como nunca abandonó el puesto que le asignaron
en la guerra los magistrados, jamás abandonará —dice— la misión que le asignó
el Dios:
"Y aun si me dijeseis: «Sócrates ..., te
libertamos a condición de que no continúes ... filosofando; de lo contrario ...
morirás ...», os contestaría: «Mis queridos atenienses, os quiero y os amo, pero
obedeceré al Dios antes que a vosotros y
en tanto tenga aliento no cesaré de filosofar y de amonestar y aconsejar a vosotros
y a cualquiera de vosotros a quien tenga
ocasión de hablar»." (Apol., 29c-d.)
"Y,
me absolváis o no, no haré otra cosa ni
aun cuando me exponga a morir mil veces." (Ib., 30b-c.)
Afirmaciones como éstas contribuyen sin
duda a que se lo declare culpable y —
como según la ley ateniense él mismo debe
proponer una pena— manifiesta entonces
que no merecería ninguna, ni de destierro,
ni de cárcel, ni de otra índole, sino
recompensa y honra públicas por haber
tratado siempre de beneficiar a todos,
exhortándolos a mejorar su alma y su
ciudad, pero que si se le quiere imponer una
multa pagará lo poco que puede dar de su
bolsillo, más lo que le ofrecen sus discípulos.
Los jueces, irritados, votan por mayoría la
pena de muerte, pero Sócrates les advierte
que lo más difícil no es rehuir la muerte,
sino la maldad, y que para verse libre de
todo reproche no hay que tapar la boca a los
acusadores, sino mejorarse a sí mismo. Y a
la minoría que votó su absolución le dice,
para su consuelo, que la muerte, ya sea
anonadamiento del ser, ya ingreso en otra
vida inmortal, no es un mal y que no hay
males para el hombre bueno, vivo o
muerto; por lo cual pide que se trate a sus
hijos como él trató a sus conciudadanos:
corrigiéndolos y estimulándolos a ser virtuosos. Y concluye:
"Ya es hora de que vayamos, yo a
morir, vosotros a vivir. Quién es el que
va a mejor suerte a todos está oculto,
excepto al Dios," (Apol., 42.)
Semejante elevación moral demostrada
por Sócrates durante el proceso se
reafirma en el intervalo entre la sentencia
y la ejecución, para lo cual debió
esperarse el retorno de la nave sagrada
que había partido con destino al santuario
de Délos. Durante los treinta días de
espera, Sócrates, en la cárcel y con
cadenas en los pies, continuó conversando
filosóficamente con sus discípulos y
amigos. En la víspera del arribo del barco,
Critón (según el diálogo platónico que lleva ese mismo nombre) le anuncia: "Mañana tendrás que
morir." "En buena hora —contesta—; si
así lo quieren los dioses, así sea." Critón le
suplica entonces que acepte la fuga que
los amigos han preparado y que no se
traicione a si mismo, ni traicione a los
hijos y a los amigos rechazándola, pero
Sócrates contesta que lo único que
importa es vivir honestamente, sin
cometer injusticia ni siquiera para
retribuir una injusticia recibida. Y le
plantea el problema: "Si en el momento
de la huida las leyes se me presentaran y
me preguntasen si sustrayéndome a su
mandato quiero malograrlas y cometer la
mayor impiedad contra la patria, ¿qué
podría yo contestarles?" Critón debe
darse por vencido, y Sócrates concluye:
"Basta, pues, Critón, y vamos por el camino por donde el Dios nos lleva."
A la mañana siguiente vuelven los
amigos y la conversación recae en el tema del destino del alma. Sócrates, sereno
ante la emoción de los discípulos, trata
de convencerlos de que, para los buenos,
la muerte es el comienzo de otra vida
mejor; y en las alternativas del diálogo,
especialmente en el momento dramático
en que algunas objeciones de Simias y de
Cebes parecen estar a punto de derrumbar la construcción levantada, Sócrates,
tranquilo y sonriente, las examina parte
por parte, devuelve la confianza a los
perturbados y termina exhortando a todos a que acepten serenamente el llamado
del destino.
Llega el carcelero después del último
saludo de Sócrates a su mujer Jantipa y a
sus hijos y, emocionado, trae el veneno
(cicuta). Sócrates, imperturbable, toma
el vaso, lo vacía de un trago y dice a los
amigos que sollozan: "No, amigos; hay
que concluir con palabras de buen augurio: permaneced, pues, serenos y fuertes."
Cuando empezó a sentir los efectos del
veneno, se acostó, le recordó a Critón
que debían un sacrificio al dios Asclepio,
y poco después estaba muerto. "Así —
le hace decir Platón a Fedón— murió
nuestro amigo, el hombre, podemos decir,
mejor y más sabio y más justo de cuantos conocimos." Las mismas palabras
repite Platón al recordar a Sócrates en la Carta VII.
La
historiografía moderna, a partir de Hegel, ha planteado el problema de la legitimidad de la sentencia, tratando de justificarla desde el punto de
vista de la razón de estado. El
tribunal, como conciencia oscura del
estado ateniense, había intuido que la
acción de Sócrates hacia peligrar los
fundamentos tradicionales, políticos y
religiosos de la polis al socavarlos con su
crítica racionalista.
Platón mismo destaca en La república, 538 c-539 b, tales
peligros al observar que "hay principios,
en torno de lo justo y lo injusto, en que
hemos crecido desde niños, acostumbrándonos a obedecerlos y honrarlos", pero
que si a un joven se le refutan repetidas
veces las convicciones que ha recibido de
las leyes y se le hace pensar que lo que
honraba no es bello, ni justo ni bueno, es
inevitable que no siga honrando y obedeciendo los principios recibidos, sino
qué "se convierta en transgresor de la ley,
de fiel observador que era". Dada esa peligrosa índole de la dialéctica, Platón
pide gran cautela en su uso, del cual hay
que mantener alejados a los jóvenes, pues
de otro modo se aficionan a las discusiones por sí mismas y se acostumbran a
contradecir y a deshacerlo todo.
Además,
agregan algunos críticos modernos, con
su ejemplo Sócrates enseñaba a los jóvenes
a despreocuparse de la vida pública y de
los problemas de la ciudad para preocuparse sólo por su propia vida interior; y
como, por el contrario, el estado consideraba la participación en las asambleas
y magistraturas un deber de los ciudadanos y no sólo un derecho, la influencia
negativa de Sócrates hacía que éste necesariamente pareciese un corruptor. Y,
en fin, dado el vínculo entre la vida de
la polis y la religión ciudadana, Sócrates,
que quería sustituir esta última por otra
fe, se convertía, innegablemente, en reo
de impiedad.
Sin embargo, Sócrates estaba tan lejos
de querer socavar las creencias religiosas
tradicionales que nunca las hizo objeto
de discusión, y es un sofisma decir que de
esa manera las negaba y anulaba aún más
que quienes tenían la audacia de
discutirlas. Además, Sócrates
acostumbraba cumplir las formas del
culto, rezar su oración matutina al sol,
ofrecer sacrificios a los dioses, pedir y
hacer pedir al oráculo délfico —en
circunstancias críticas— inspiración
para su propia conducta y para la ajena.
Por cierto que este respeto al culto patrio no significaba, como parece creer
Jenofonte, aceptación lisa y llana de las
creencias politeístas, pues, al contrario, todas las manifestaciones divinas particulares se unificaban para Sócrates en una
fuente única, inteligencia y providencia
universales, Dios presente en el mundo y
también —según la expresión usada por
Epicarmo y Anaxágoras— presente en
nosotros, presente como el alma personal
y como el daimon interior al que Sócrates
atribuía su inspiración en momentos
decisivos.
Por otro lado, si bien Sócrates no participaba constantemente en la vida política,
no sólo cumplía con su deber de soldado
y magistrado toda vez que le correspondía, sin tener en cuenta los peligros; también creía cumplir una misión pública
sagrada al ejercer su apostolado de despertador de conciencias que estaba —según
señala Jaeger en Paideia, II, pág. 55 y
sigs.— al servicio de una educación "política" y trataba una abundante temática
política. Y a tal servicio sacrificaba Sócrates todo interés personal y familiar.
Además, su crítica a ciertas leyes e instituciones que le parecían contrarias al bien del estado no sólo no obedecía, como lo destaca Jaeger, a consideraciones de partido —y bien lo sabía Critias, que en nombre de los Treinta quiso prohibir su enseñanza—, sino que tampoco disminuía su profundo respeto a la majestad de la ley que le hizo rechazar la fuga y sacrificar su vida en el altar de las leyes. Tampoco es exacto que fuese enemigo de la democracia. Su exigencia de que los magistrados fuesen capaces y tuviesen la preparación necesaria y la crítica que formulaba al sistema de sorteo no implicaban que reclamase leyes aristocráticas de privilegio, sino un llamado a la conciencia de los políticos que debían considerar el ejercicio de las magistraturas como una misión comparable a la del médico y a la del piloto o a la de cualquier otro especialista, actividades todas que exigen conocimientos e idoneidad. No eran, pues, una negación de la democracia, sino la exigencia de perfeccionarla para que efectivamente estuviese al servicio del bien público.
Él espíritu democrático de Sócrates se manifestaba también en la valoración del trabajo, por la cual —en oposición a los prejuicios aristocráticos y al desprecio de las clases superiores y de los intelectuales por los trabajadores— se complacía en recurrir a menudo a la sentencia de Hesíodo: "el trabajo no es vergüenza; el ocio sí es vergüenza". Y en conversaciones que refiere Jenofonte —pero que por cierto traducen un genuino pensamiento de Sócrates, puesto que Jenofonte se inclina espontáneamente hacia el punto de vista aristocrático y es uno de los típicos menospreciadores del trabajo—, Sócrates no sólo repite con Hesíodo, Epicarmo y Pródico que el trabajo es el precio al que los dioses nos venden los bienes y la conquista de la areté, sino que además afirma la dignidad moral del trabajo, aseverando que para los hombres y las mujeres libres no es ninguna deshonra ejercer un oficio manual; antes bien, sólo a condición de trabajar y de no ser parásito se puede llegar a ser sabio y justo (Memor., I, ii; II, i; II, vi).
Estas ideas se transmiten sobre todo a Antístenes y a los cínicos pero, asimismo, ejercen su sugestión en Jenofonte y en Platón mismos quienes, precisamente por influencia de Sócrates, contradicen a veces su propia orientación aristocrática por la cual fueron incluidos entre los mayores responsables de la difusión posterior del desprecio al trabajo.
Sócrates también honraba el trabajo porque reconocía en él una actividad educadora que crea conocimientos e implica la conciencia de lo que se hace y de por qué se lo hace. Entre sus muchos examinados, los únicos que entendían lo referente a su propio oficio —dice en la Apología, 22a— eran los artesanos, cuya sabiduría, empero, se nublaba cuando pretendían salir del terreno de su competencia. Acaso por esta función cognoscitiva del trabajo, a Sócrates le agradaba, en sus investigaciones conceptuales, partir de ejemplos propios de artesanos; por eso Critias, cuando quiso impedirle que actuara como maestro, le ordenó abstenerse "de los zapateros, los herreros, los vaqueros, etcétera" (Memor., I, ii, 37.), vale decir, de los temas y de los ejemplos que en sus diálogos prefería.
En esa honra directa e indirecta al trabajo, no menos que en la exigencia del diálogo, que reconoce la libertad de pensamiento y de expresión y la quiere para todos, Sócrates no nos aparece como alguien completamente hostil a los principios democráticos. Aunque es cierto que se opone a ciertas instituciones democráticas, en tanto entiende que la conducción política implica competencia técnica, intelectual y moral.
Además, su crítica a ciertas leyes e instituciones que le parecían contrarias al bien del estado no sólo no obedecía, como lo destaca Jaeger, a consideraciones de partido —y bien lo sabía Critias, que en nombre de los Treinta quiso prohibir su enseñanza—, sino que tampoco disminuía su profundo respeto a la majestad de la ley que le hizo rechazar la fuga y sacrificar su vida en el altar de las leyes. Tampoco es exacto que fuese enemigo de la democracia. Su exigencia de que los magistrados fuesen capaces y tuviesen la preparación necesaria y la crítica que formulaba al sistema de sorteo no implicaban que reclamase leyes aristocráticas de privilegio, sino un llamado a la conciencia de los políticos que debían considerar el ejercicio de las magistraturas como una misión comparable a la del médico y a la del piloto o a la de cualquier otro especialista, actividades todas que exigen conocimientos e idoneidad. No eran, pues, una negación de la democracia, sino la exigencia de perfeccionarla para que efectivamente estuviese al servicio del bien público.
Él espíritu democrático de Sócrates se manifestaba también en la valoración del trabajo, por la cual —en oposición a los prejuicios aristocráticos y al desprecio de las clases superiores y de los intelectuales por los trabajadores— se complacía en recurrir a menudo a la sentencia de Hesíodo: "el trabajo no es vergüenza; el ocio sí es vergüenza". Y en conversaciones que refiere Jenofonte —pero que por cierto traducen un genuino pensamiento de Sócrates, puesto que Jenofonte se inclina espontáneamente hacia el punto de vista aristocrático y es uno de los típicos menospreciadores del trabajo—, Sócrates no sólo repite con Hesíodo, Epicarmo y Pródico que el trabajo es el precio al que los dioses nos venden los bienes y la conquista de la areté, sino que además afirma la dignidad moral del trabajo, aseverando que para los hombres y las mujeres libres no es ninguna deshonra ejercer un oficio manual; antes bien, sólo a condición de trabajar y de no ser parásito se puede llegar a ser sabio y justo (Memor., I, ii; II, i; II, vi).
Estas ideas se transmiten sobre todo a Antístenes y a los cínicos pero, asimismo, ejercen su sugestión en Jenofonte y en Platón mismos quienes, precisamente por influencia de Sócrates, contradicen a veces su propia orientación aristocrática por la cual fueron incluidos entre los mayores responsables de la difusión posterior del desprecio al trabajo.
Sócrates también honraba el trabajo porque reconocía en él una actividad educadora que crea conocimientos e implica la conciencia de lo que se hace y de por qué se lo hace. Entre sus muchos examinados, los únicos que entendían lo referente a su propio oficio —dice en la Apología, 22a— eran los artesanos, cuya sabiduría, empero, se nublaba cuando pretendían salir del terreno de su competencia. Acaso por esta función cognoscitiva del trabajo, a Sócrates le agradaba, en sus investigaciones conceptuales, partir de ejemplos propios de artesanos; por eso Critias, cuando quiso impedirle que actuara como maestro, le ordenó abstenerse "de los zapateros, los herreros, los vaqueros, etcétera" (Memor., I, ii, 37.), vale decir, de los temas y de los ejemplos que en sus diálogos prefería.
En esa honra directa e indirecta al trabajo, no menos que en la exigencia del diálogo, que reconoce la libertad de pensamiento y de expresión y la quiere para todos, Sócrates no nos aparece como alguien completamente hostil a los principios democráticos. Aunque es cierto que se opone a ciertas instituciones democráticas, en tanto entiende que la conducción política implica competencia técnica, intelectual y moral.
No parece aceptable, entonces, la justificación
histórica moderna de su condena como una defensa
legítima de la polis democrática.
(Puede recordarse, además, que NIETZSCHE en La voluntad de poder consideró a Sócrates representante de los derechos de la democracia que, al rebelarse contra la tradición aristocrática, habría producido la decadencia y disolución del mundo helénico.)
------------------------
(Selección de: Mondolfo, Rodolfo: Sócrates. Eudeba. Cap. 3).
(Puede recordarse, además, que NIETZSCHE en La voluntad de poder consideró a Sócrates representante de los derechos de la democracia que, al rebelarse contra la tradición aristocrática, habría producido la decadencia y disolución del mundo helénico.)
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(Selección de: Mondolfo, Rodolfo: Sócrates. Eudeba. Cap. 3).
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