Sócrates 2

3. La existencia histórica de Sócrates. Vida y características.

Dos episodios de la vida de Sócrates —su actitud en el proceso contra los estrategos de las Arginusas y su repulsa a los Treinta, que le ordenaban participar en la captura de León de Salamina—, se relatanen la Apología de Platón (32b-d). Su carácter histórico adquiere verosimilitud por encontrarse también en obras extrañas a la literatura socrática: Las helénicas, I, vii, 14 y sig., de Jenofonte y la parte autobiográfica de la Carta VII de Platón. Otro testimonio de carácter estrictamente histórico: el pasaje de la Anábasis, III, i, donde Jenofonte nos refiere la consulta que hizo a Sócrates acerca del problema de su participación en la empresa bélica de Ciro. Estos datos históricos parecen refutar la tesis de algunos críticos modernos que quieren reducir a pura leyenda o a creación poética la figura de Sócrates que la tradición nos ha transmitido. (Por ejemplo, las tesis de E. Dupréel y Olof Gigon.)

Tesis de E. Dupréel: Sócrates fue una ficción literaria del nacionalismo ateniense de Platón y de los llamados socráticos, que habrían inventado la existencia, la enseñanza, las vicisitudes, la condena y la muerte del imaginario maestro para disimular con esa ficción su propia esterilidad especulativa y para apropiarse de las doctrinas de los sofistas extranjeros: Protágoras, Gorgias, Pródico, Hipias. 

Tesis de Olof Gigon: admite la existencia real de un tal Sócrates, condenado a muerte por impiedad en el año 399 a. C., pero sostiene que no fue un pensador, y que Platón, Jenofonte, Aristóteles y demás que lo presentaron como filósofo y maestro se han servido de su nombre para llevar a cabo la creación literaria del ideal del sabio, tal como cada uno de ellos lo concebía, sin preocuparse en absoluto por la fidelidad histórica. Todos estos retratos, por lo tanto, pertenecerían a la Sokratesdichtung y no existirían acerca del personaje testimonios históricos dignos de tal nombre, ni mucho menos acerca de su hipotética doctrina.

Esta reducción de Sócrates a puro mito contradice los datos mencionados, y contrasta aún más con el hecho histórico de las representaciones efectuadas en Atenas, durante la vida de Sócrates, de comedias como las de Teléclides, de Los aduladores de Éupolis (421), del Connos de Amipsias (423) y de Las nubes (423), Las aves (414) y Las ranas (405) de Aristófanes. Se lo presenta en Las nubes como figura que es una perfecta caricatura del tipo de filósofo que investiga y disputa, lo cual prueba que como tal debía conocerlo todo el mundo en Atenas, y confirma, indirectamente, además, la declaración del Banquete de Jenofonte, según la cual se lo apodaba "el pensador".

Aun por debajo de las interpretaciones hostiles encontramos, pues, el terreno firme de los datos históricos, esto es, la existencia y actividad reales de un Sócrates pensador y maestro, conocido como tal en la Atenas de su tiempo. Podemos entonces aceptar como verdaderos otros datos biográficos que nos ofrecen especialmente Jenofonte y Platón y reconstruir la vida de Sócrates en sus lineamientos esenciales.

Su nacimiento, en un barrio suburbano de Atenas, debe situarse en el año 470-469, puesto que al morir (399 a. C.) tenía 70 años cumplidos. Hijo del escultor Sofronisco, y de Fenareta, una partera muy conocida. Tuvo una familia de recursos sin duda modestos, pero que le permitieron adquirir la cultura tradicional de los jóvenes atenienses de buena familia, cumplir con sus obligaciones militares como hoplita y dedicarse luego enteramente a la desinteresada misión de maestro, aunque a costa de abstinencias heroicas, como dice Jenofonte (Memor., I, ii), ο de una infinita pobreza, según dice Platón (Apol., 32)6 . Desde su juventud parece estar en relación con las más notables inteligencias de su época.

Según cierta tradición —procedente de su contemporáneo Ión de Quíos y recogida por Diógenes Laercio y por Simplicio— según la cual en su juventud había escuchado a Arquelao, discípulo de Anaxágoras; lo cierto es que Jenofonte afirma (Memor,, I, i, 12 y sigs., y vi, 14) que se había familiarizado con los "antiguos" filósofos, y Platón le hace recordar en Fedón 96-97, su pasión juvenil por conocer la ciencia física, por hallar una solución a los problemas naturales, y un interés en la doctrina de Anaxágoras, seguido por el desengaño que le produjo la lectura del libro. Ello explicaría la presentación que hace de él Aristófanes en Las nubes, donde lo muestra suspendido en el aire contemplando el sol, esto es, preocupado por los problemas naturales. Pero en el Fedón, 99e,  Sócrates sigue diciendo que, al no encontrar en ningún naturalista una explicación satisfactoria y al no lograr tampoco hallarla por si mismo, tomó otro camino pensando que la solución de los problemas no debía buscarse en los objetos del conocimiento sensible sino en los conceptos, y Jenofonte dice que su maestro siempre hablaba de cosas humanas. Por su parte, Aristóteles compendia ambos testimonios al declarar (Metaf., 987a-b) que Sócrates no se ocupaba de la naturaleza sino de las cosas éticas, indagando los conceptos universales.

Cuando Cicerón afirma (Tusc., V, iv, 10; Acad, post., I, iv, 15), que Sócrates hizo descender la filosofía del cielo a la tierra, podría entenderse que señala dos etapas en su filosofar. Con esta interpretación puede resolverse un problema planteado por muchos historiadores. Sócrates comienza su misión de escrutador y purificador de inteligencias, según la Apología, luego del episodio de Querefonte en Delfos. Allí la Pitia responde negativamente cuando Querefonte le pregunta si había alguien más sabio que Sócrates. Pero ¿cómo habrían sido posibles tal pregunta y su respuesta —se preguntan muchos— si Sócrates no era ya famoso por el cumplimiento de su misión de maestro? 

El problema no es tal. La respuesta de la Pitia, según esta interpretación, habría determinado, no el comienzo de toda su investigación filosófica, sino el paso de los problemas de la naturaleza a los problemas del conocimiento y del hombre. La investigación natural de Sócrates —tal como aparece en el Fedón y como lo confirman las Memorables, I, i, 13 y sigs.— constituía ya una posición crítica según la cual la pretendida ciencia de los físicos se caracterizaba por una ignorancia real de las causas. Sócrates debió ser conocido en Atenas por este planteamiento y por esta conclusión negativa acerca de la comprensión de la naturaleza pues en Las nubes todavía se lo presenta como naturalista, y esa fama ya ganada de crítico siempre insatisfecho puede explicar perfectamente la pregunta de su amigo Querefonte y la respuesta de la Pitia, la que además podía saber, por el mismo Querefonte, que Sócrates reprochaba a los naturalistas la falta de una explicación finalista, o sea la negación de una providencia divina. Pero la respuesta de la Pitia —que nadie era más sabio que el mismo Sócrates, que justamente reconocía su ignorancia— le plantea un nuevo problema y una nueva exigencia que ya no es la anterior indagación naturalista: escrutar a los hombres para conocerlos y alentarlos a conocerse a sí mismos y a ser mejores. "Desde entonces, de acuerdo con la voluntad del Dios, no he cesado de examinar a mis conciudadanos y a los extranjeros que considero sabios; y si me parece que no lo son, voy en ayuda del Dios revelándoles su ignorancia." (Apol., 23 b.) 

 Convencido, en efecto, de que debía cumplir una misión de escrutador de conciencias y estimular a todos a efectuar su propio escrutinio, Sócrates se dirigía —en los gimnasios, en el ágora, en las calles, en los banquetes, en cualquier parte— a cada uno, sin hacer distinciones de clase, oficio o edad; a políticos y sofistas, a poetas y artistas, a soldados y artesanos, a jóvenes y ancianos, a extranjeros y conciudadanos (Apol., 30a). Una intuición instintiva, que él consideraba inspirada por el daimon siempre presente en su interior, le revelaba quién estaba dispuesto a aprovechar su conversación y quién no, y así seleccionaba sus discípulos. Debemos distinguir, pues, entre interlocutores ocasionales y discípulos; con todos Sócrates trata de realizar su escrutinio, pero sólo algunos de ellos se convierten en compañeros asiduos o en discípulos. Son, por cierto, personas muy distintas, que luego se convierten, unos, en políticos, como Alcibíades, Critias, Cármides; otros, en militares e historiadores, como Jenofonte; otros, en filósofos fundadores de escuelas socráticas: Antístenes, fundador de la escuela cínica; Aristipo, de la cirenaíca; Euclides, de la megárica; Fedón y Menedemo, de la eleo-erétrica; Platón, de la Academia; además de Esquines de Esfeto, el discípulo más fiel, Simias y Cebes, ex pitagóricos, etcétera.

Los discípulos que pueden y saben comprender la grandeza y nobleza espiritual del maestro le profesan veneración. Pero el común de los examinados a quienes Sócrates hace patente su inconsciencia e ignorancia, recela de él y le guarda rencor. Algún discípulo rebelde, como Alcibíades, avergonzado, se siente impulsado a rehuirlo y hasta a desearle la muerte, pero al mismo tiempo tiene conciencia de que si eso ocurriera experimentaría el más agudo dolor. (Banq,, 216a-c.) A muchos otros sólo les queda una enemistad incomprensiva y rencorosa; y sobre ese fondo general de incomprensión popular, de sospechas y resentimientos —expresados también en la presentación hostil que de Sócrates ofrecen los cómicos, especialmente Aristófanes— actúan las pasiones políticas exasperadas por el derrumbe del imperio ateniense y la guerra civil entre oligarcas y demócratas. La opinión pública le reprocha a Sócrates que entre sus discípulos figure un responsable de grandes desastres ciudadanos, como Alcibíades; los peores entre los Treinta Tiranos, como Critias y Cármides; laconófilos como Jenofonte y Platón. No importa que en las batallas de Potidea (432), Delio (424) y Anfípolis (421) Sócrates haya cumplido con más valentía que otros. En defensa de la ley y de la justicia, Sócrates se había negado —solo, y arriesgando la vida— a ceder, tanto a las imposiciones del furor popular en el proceso contra los estrategos de las Arginusas (411), como a la orden de los Treinta de arrestar a León de Salamina (404); pero el público acaso ignorara el segundo episodio y si recordaba el primero lo interpretaba quizás como expresión de un espíritu antidemocrático en grado no menor que la crítica a instituciones tales como el sorteo de magistrados o la atribución a todos de facultades políticas. Con razón decía Sócrates que si hubiese participado en la actividad pública y en sus contiendas, él, que era irreductible opositor a toda acción injusta o ilegal, habría perdido la vida hacía tiempo (Apol., 32d y sigs.), pues en la guerra o en cualquier otra ocupación su lema era igualmente cumplir con su deber, atendiendo sólo a la justicia o injusticia de lo que hacía y sin preocuparse por la muerte ni por nada y sí sólo por la vergüenza (Apol., 28b-d). Por otra parte, no sólo la voz interior de su daimon le vedaba entregarse a la vida pública, sino que además la actividad política no le habría permitido el cumplimiento de su misión, en la que veía la ejecución de un mandato divino y su verdadero aporte al bien de la ciudad. 

"Nunca en mi vida me he concedido reposo en el esfuerzo por aprender, sino que, descuidando lo único que la mayoría cuida —el dinero, el hogar, el ser estratego o caudillo y demás magistraturas, y las conjuraciones y sediciones ciudadanas...— no me metí en las cosas en que no creí que pudiera ser útil ni a vosotros ni a mí mismo, sino que siempre acudí allí donde podía aportar el mayor beneficio, acercándome en privado a cada uno y tratando de convencer a cada uno de vosotros de que se preocupara por sí mismo antes que por sus intereses, a fin de llegar a ser más bueno y más sabio; [por el mejoramiento espiritual] de su ciudad antes que por los bienes materiales de ésta." (Apol., 36b-c.) 

"Debido a esta tarea, no tuve posibilidad de hacer nada digno de consideración, ni en los asuntos públicos ni en los privados, de manera que vivo en pobreza infinita por servir al Dios." (Ib, 23 b.) Mientras tanto, al rencor de aquellos a quienes él mismo había hecho avergonzarse se agregaba el de otros hombres examinados por muchos discípulos que se complacían en imitarlo. "Y así resulta que los examinados por ellos se encolerizan conmigo, no con ellos mismos, y dicen que hay un tal Sócrates, hombre perverso, que corrompe a los jóvenes." (Apol., 23c-d.) 

Sócrates no se preocupaba por la tormenta que iba condensándose sobre su cabeza; seguía cumpliendo la misión que a su juicio le había sido confiada por el Dios, con la misma imperturbable serenidad con que a veces se ponía a reflexionar en algún problema, insensible a las contingencias circunstantes, al frío, al hambre, al cansancio, como cuando —según refiere Alcibíades, Banq., 220c-d— en Potidea permaneció todo un día y una noche de pie e inmóvil, concentrado en sus pensamientos, hasta que al salir el sol rezó sus oraciones y se marchó. Pero en el año 399 la tormenta se desencadena. Tres ciudadanos —Meleto, poeta; Licón, orador; y Ánito, mercader y político influyente por haber sido compañero de Trasíbulo en la expulsión de los Treinta Tiranos— se convierten en portavoces de las sospechas y de la hostilidad ya difundidas y denuncian a Sócrates acusándolo de corromper a la juventud, de negar a los dioses patrios y de introducir nuevos seres demónicos. Pena pedida: la muerte. De acuerdo con la Apología platónica, en el proceso Sócrates centra su defensa en el relato de su vida y del apostolado que después de la respuesta de la Pitia se impuso como deber sagrado. Así como nunca abandonó el puesto que le asignaron en la guerra los magistrados, jamás abandonará —dice— la misión que le asignó el Dios: 

"Y aun si me dijeseis: «Sócrates ..., te libertamos a condición de que no continúes ... filosofando; de lo contrario ... morirás ...», os contestaría: «Mis queridos atenienses, os quiero y os amo, pero obedeceré al Dios antes que a vosotros y en tanto tenga aliento no cesaré de filosofar y de amonestar y aconsejar a vosotros y a cualquiera de vosotros a quien tenga ocasión de hablar»." (Apol., 29c-d.) 

"Y, me absolváis o no, no haré otra cosa ni aun cuando me exponga a morir mil veces." (Ib., 30b-c.) 

Afirmaciones como éstas contribuyen sin duda a que se lo declare culpable y — como según la ley ateniense él mismo debe proponer una pena— manifiesta entonces que no merecería ninguna, ni de destierro, ni de cárcel, ni de otra índole, sino recompensa y honra públicas por haber tratado siempre de beneficiar a todos, exhortándolos a mejorar su alma y su ciudad, pero que si se le quiere imponer una multa pagará lo poco que puede dar de su bolsillo, más lo que le ofrecen sus discípulos. Los jueces, irritados, votan por mayoría la pena de muerte, pero Sócrates les advierte que lo más difícil no es rehuir la muerte, sino la maldad, y que para verse libre de todo reproche no hay que tapar la boca a los acusadores, sino mejorarse a sí mismo. Y a la minoría que votó su absolución le dice, para su consuelo, que la muerte, ya sea anonadamiento del ser, ya ingreso en otra vida inmortal, no es un mal y que no hay males para el hombre bueno, vivo o muerto; por lo cual pide que se trate a sus hijos como él trató a sus conciudadanos: corrigiéndolos y estimulándolos a ser virtuosos. Y concluye: 

"Ya es hora de que vayamos, yo a morir, vosotros a vivir. Quién es el que va a mejor suerte a todos está oculto, excepto al Dios," (Apol., 42.) 

Semejante elevación moral demostrada por Sócrates durante el proceso se reafirma en el intervalo entre la sentencia y la ejecución, para lo cual debió esperarse el retorno de la nave sagrada que había partido con destino al santuario de Délos. Durante los treinta días de espera, Sócrates, en la cárcel y con cadenas en los pies, continuó conversando filosóficamente con sus discípulos y amigos. En la víspera del arribo del barco, Critón (según el diálogo platónico que lleva ese mismo nombre) le anuncia: "Mañana tendrás que morir." "En buena hora —contesta—; si así lo quieren los dioses, así sea." Critón le suplica entonces que acepte la fuga que los amigos han preparado y que no se traicione a si mismo, ni traicione a los hijos y a los amigos rechazándola, pero Sócrates contesta que lo único que importa es vivir honestamente, sin cometer injusticia ni siquiera para retribuir una injusticia recibida. Y le plantea el problema: "Si en el momento de la huida las leyes se me presentaran y me preguntasen si sustrayéndome a su mandato quiero malograrlas y cometer la mayor impiedad contra la patria, ¿qué podría yo contestarles?" Critón debe darse por vencido, y Sócrates concluye: "Basta, pues, Critón, y vamos por el camino por donde el Dios nos lleva."

A la mañana siguiente vuelven los amigos y la conversación recae en el tema del destino del alma. Sócrates, sereno ante la emoción de los discípulos, trata de convencerlos de que, para los buenos, la muerte es el comienzo de otra vida mejor; y en las alternativas del diálogo, especialmente en el momento dramático en que algunas objeciones de Simias y de Cebes parecen estar a punto de derrumbar la construcción levantada, Sócrates, tranquilo y sonriente, las examina parte por parte, devuelve la confianza a los perturbados y termina exhortando a todos a que acepten serenamente el llamado del destino. Llega el carcelero después del último saludo de Sócrates a su mujer Jantipa y a sus hijos y, emocionado, trae el veneno (cicuta). Sócrates, imperturbable, toma el vaso, lo vacía de un trago y dice a los amigos que sollozan: "No, amigos; hay que concluir con palabras de buen augurio: permaneced, pues, serenos y fuertes." Cuando empezó a sentir los efectos del veneno, se acostó, le recordó a Critón que debían un sacrificio al dios Asclepio, y poco después estaba muerto. "Así — le hace decir Platón a Fedón— murió nuestro amigo, el hombre, podemos decir, mejor y más sabio y más justo de cuantos conocimos." Las mismas palabras repite Platón al recordar a Sócrates en la Carta VII

La historiografía moderna, a partir de Hegel, ha planteado el problema de la legitimidad de la sentencia, tratando de justificarla desde el punto de vista de la razón de estado. El tribunal, como conciencia oscura del estado ateniense, había intuido que la acción de Sócrates hacia peligrar los fundamentos tradicionales, políticos y religiosos de la polis al socavarlos con su crítica racionalista. 

Platón mismo destaca en La república, 538 c-539 b, tales peligros al observar que "hay principios, en torno de lo justo y lo injusto, en que hemos crecido desde niños, acostumbrándonos a obedecerlos y honrarlos", pero que si a un joven se le refutan repetidas veces las convicciones que ha recibido de las leyes y se le hace pensar que lo que honraba no es bello, ni justo ni bueno, es inevitable que no siga honrando y obedeciendo los principios recibidos, sino qué "se convierta en transgresor de la ley, de fiel observador que era". Dada esa peligrosa índole de la dialéctica, Platón pide gran cautela en su uso, del cual hay que mantener alejados a los jóvenes, pues de otro modo se aficionan a las discusiones por sí mismas y se acostumbran a contradecir y a deshacerlo todo. 

Además, agregan algunos críticos modernos, con su ejemplo Sócrates enseñaba a los jóvenes a despreocuparse de la vida pública y de los problemas de la ciudad para preocuparse sólo por su propia vida interior; y como, por el contrario, el estado consideraba la participación en las asambleas y magistraturas un deber de los ciudadanos y no sólo un derecho, la influencia negativa de Sócrates hacía que éste necesariamente pareciese un corruptor. Y, en fin, dado el vínculo entre la vida de la polis y la religión ciudadana, Sócrates, que quería sustituir esta última por otra fe, se convertía, innegablemente, en reo de impiedad. Sin embargo, Sócrates estaba tan lejos de querer socavar las creencias religiosas tradicionales que nunca las hizo objeto de discusión, y es un sofisma decir que de esa manera las negaba y anulaba aún más que quienes tenían la audacia de discutirlas. Además, Sócrates acostumbraba cumplir las formas del culto, rezar su oración matutina al sol, ofrecer sacrificios a los dioses, pedir y hacer pedir al oráculo délfico —en circunstancias críticas— inspiración para su propia conducta y para la ajena. Por cierto que este respeto al culto patrio no significaba, como parece creer Jenofonte, aceptación lisa y llana de las creencias politeístas, pues, al contrario, todas las manifestaciones divinas particulares se unificaban para Sócrates en una fuente única, inteligencia y providencia universales, Dios presente en el mundo y también —según la expresión usada por Epicarmo y Anaxágoras— presente en nosotros, presente como el alma personal y como el daimon interior al que Sócrates atribuía su inspiración en momentos decisivos.

Por otro lado, si bien Sócrates no participaba constantemente en la vida política, no sólo cumplía con su deber de soldado y magistrado toda vez que le correspondía, sin tener en cuenta los peligros; también creía cumplir una misión pública sagrada al ejercer su apostolado de despertador de conciencias que estaba —según señala Jaeger en Paideia, II, pág. 55 y sigs.— al servicio de una educación "política" y trataba una abundante temática política. Y a tal servicio sacrificaba Sócrates todo interés personal y familiar.

Además, su crítica a ciertas leyes e instituciones que le parecían contrarias al bien del estado no sólo no obedecía, como lo destaca Jaeger, a consideraciones de partido —y bien lo sabía Critias, que en nombre de los Treinta quiso prohibir su enseñanza—, sino que tampoco disminuía su profundo respeto a la majestad de la ley que le hizo rechazar la fuga y sacrificar su vida en el altar de las leyes. Tampoco es exacto que fuese enemigo de la democracia. Su exigencia de que los magistrados fuesen capaces y tuviesen la preparación necesaria y la crítica que formulaba al sistema de sorteo no implicaban que reclamase leyes aristocráticas de privilegio, sino un llamado a la conciencia de los políticos que debían considerar el ejercicio de las magistraturas como una misión comparable a la del médico y a la del piloto o a la de cualquier otro especialista, actividades todas que exigen conocimientos e idoneidad. No eran, pues, una negación de la democracia, sino la exigencia de perfeccionarla para que efectivamente estuviese al servicio del bien público.

Él espíritu democrático de Sócrates se manifestaba también en la valoración del trabajo, por la cual —en oposición a los prejuicios aristocráticos y al desprecio de las clases superiores y de los intelectuales por los trabajadores— se complacía en recurrir a menudo a la sentencia de Hesíodo: "el trabajo no es vergüenza; el ocio sí es vergüenza". Y en conversaciones que refiere Jenofonte —pero que por cierto traducen un genuino pensamiento de Sócrates, puesto que Jenofonte se inclina espontáneamente hacia el punto de vista aristocrático y es uno de los típicos menospreciadores del trabajo—, Sócrates no sólo repite con Hesíodo, Epicarmo y Pródico que el trabajo es el precio al que los dioses nos venden los bienes y la conquista de la areté, sino que además afirma la dignidad moral del trabajo, aseverando que para los hombres y las mujeres libres no es ninguna deshonra ejercer un oficio manual; antes bien, sólo a condición de trabajar y de no ser parásito se puede llegar a ser sabio y justo (Memor., I, ii; II, i; II, vi).

Estas ideas se transmiten sobre todo a Antístenes y a los cínicos pero, asimismo, ejercen su sugestión en Jenofonte y en Platón mismos quienes, precisamente por influencia de Sócrates, contradicen a veces su propia orientación aristocrática por la cual fueron incluidos entre los mayores responsables de la difusión posterior del desprecio al trabajo.

Sócrates también honraba el trabajo porque reconocía en él una actividad educadora que crea conocimientos e implica la conciencia de lo que se hace y de por qué se lo hace. Entre sus muchos examinados, los únicos que entendían lo referente a su propio oficio —dice en la Apología, 22a— eran los artesanos, cuya sabiduría, empero, se nublaba cuando pretendían salir del terreno de su competencia. Acaso por esta función cognoscitiva del trabajo, a Sócrates le agradaba, en sus investigaciones conceptuales, partir de ejemplos propios de artesanos; por eso Critias, cuando quiso impedirle que actuara como maestro, le ordenó abstenerse "de los zapateros, los herreros, los vaqueros, etcétera" (Memor., I, ii, 37.), vale decir, de los temas y de los ejemplos que en sus diálogos prefería.

En esa honra directa e indirecta al trabajo, no menos que en la exigencia del diálogo, que reconoce la libertad de pensamiento y de expresión y la quiere para todos, Sócrates no nos aparece como alguien completamente hostil a los principios democráticos. Aunque es cierto que se opone a ciertas instituciones democráticas, en tanto entiende que la conducción política implica competencia técnica, intelectual y moral.

No parece aceptable, entonces, la justificación histórica moderna de su condena como una defensa legítima de la polis democrática.

(Puede recordarse, además, que NIETZSCHE en La voluntad de poder consideró a Sócrates representante de los derechos de la democracia que, al rebelarse contra la tradición aristocrática, habría producido la decadencia y disolución del mundo helénico.)

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(Selección de: Mondolfo, Rodolfo: Sócrates. Eudeba. Cap. 3).

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