Sócrates
1. La situación histórica
La victoria griega sobre los invasores persas en el año 478 a.C., tuvo a los atenienses por artífices principales y les inspiró confianza en sí mismos y en su régimen democrático. Atenas floreció y se hizo poderosa.
En el orden interior se amplía y se fortifica la constitución democrática: las reformas de Efialtes y de Perícles limitan los poderes del Areópago, dominado por la burguesía pudiente, y amplían los de la asamblea y del jurado popular; hacen efectiva, mediante un régimen de indemnizaciones, la participación de los proletarios en las magistraturas; imprimen vigoroso impulso a la justicia social y mayor intensidad a la vida política e inspiran en los ciudadanos un sentimiento de consagración a la polis y a su grandeza.
En el orden exterior Atenas llega a ser "la dominante" entre las ciudades marítimas, y la federación formada por éstas con la hegemonía de Atenas para la defensa común contra los bárbaros (liga delio-ática) llega a convertirse, con Pericles, en imperio ateniense.
Sin embargo, este florecimiento contenía los gérmenes de un posterior derrumbamiento. Por un lado, los conflictos con los propios aliados de Atenas que no toleraban la situación de vasallaje a que se veían reducidos, por otro las luchas a muerte con Esparta y Siracusa, a las que Atenas se vio empujada por las exigencias mismas de su dominio. Los avatares de ambas guerras desencadenan con creciente ferocidad las luchas internas entre oligarcas y demócratas: en 413- 412 los oligarcas aprovechan la grave situación bélica para derrocar la democracia y establecer la dictadura de los Cuatrocientos, luego derribada por el furor popular; pero, como la suerte de las armas no cesara de ser adversa, la psicosis de guerra lleva a la democracia a condenar a muerte, sin derecho de defensa, a sus propios generales victoriosos en la batalla naval de las Arginusas; y es en vano la valiente oposición de Sócrates a tamaño crimen.
El clima de terror y de sospecha que se crea en Atenas y los nuevos desastres bélicos permiten a los oligarcas volver en el año 404, con la ayuda de Esparta, a instituir la tiranía de los Treinta, dirigida por Critias.
Pero los crímenes de esta tiranía —como el asesinato de León de Salamina, en vano resistido valientemente por Sócrates— estimulan la reacción del pueblo. Los desterrados, guiados por Trasíbulo, logran encabezar una insurrección irresistible; después de la victoria, empero, renuncian generosamente a toda venganza y decretan la amnistía de los adversarios. Sin embargo, no triunfa luego la exigencia de una renovación moral, única base posible para un verdadero renacimiento político; antes bien, se sospecha del ciudadano que proclama tal exigencia; y Ánito —compañero principal de Trasíbulo—, junto con otros dos, acusa a Sócrates de corromper a la juventud y de desconocer a los dioses patrios.
En 399 a. C. tiene lugar el proceso y la condena de Sócrates, cuando ya la decadencia de Atenas parece irreversible.
2. La situación cultural
El siglo V a. C. asistió al mayor florecimiento cultural de Atenas.
El espíritu democrático ateniense promueve la participación de todo el pueblo en el progreso cultural. Se le educa el gusto artístico al ofrecerle obras maestras en los monumentos públicos (Partenón, Propíleos, pórticos pintados, estatua de Atenea, etcétera) con que Pericles convierte a Atenas en la ciudad más hermosa de Occidente, utilizando en servicio del pueblo el arte excelso de Fidias y de Mirón, de Ictino, de Calícrates, de Polignoto, etcétera; mediante el pago de los theoriká, que le permite asistir a las representaciones dramáticas, se llama al pueblo para que disfrute de las grandes obras de la poesía trágica y cómica —que en este siglo alcanza su apogeo con Esquilo, Sófocles, Eurípides, Aristófanes— que debate a menudo grandes problemas religiosos, morales, políticos y enuncia a veces elevadas concepciones éticas, como la Antífona de Sófocles, donde se plantea el problema de las leyes no escritas y se opone al principio del odio el del amor humano. La protección otorgada por Pericles a artistas como Fidias e Ictino, a pensadores como Anaxágoras y Protágoras, y el espíritu de libertad que promueve entre los ciudadanos hacen de Atenas la capital intelectual del mundo griego, el centro de atracción de los nobles espíritus de la época, propugnáculo del libre desarrollo de la personalidad humana.
El florecimiento de las artes y las letras y el fermento de vida intelectual que se producen en la Atenas del siglo V con la aparición de genios como Fídias, los tres grandes trágicos, Aristófanes, Tucídides, Sócrates, es notable. Todos ellos encuentran un clima propicio para el desarrollo y la expresión de su genio debido a las libertades otorgadas por la constitución y las condiciones concretas de la vida ateniense.
A esa libertad —consecuencia de la evolución política ateniense después de las guerras persas— se vincula también la nueva orientación que allí cobra la investigación filosófica. No puede entenderse el tránsito del predominio de los problemas de la naturaleza, característico de la filosofía anterior, a la posición central que conquistan ahora los problemas humanos, si no se relaciona la evolución de los intereses intelectuales con la situación político-social.
Las guerras persas y las exigencias posteriores de la hegemonía imperial de Atenas habían impuesto la extensión, a todos, de los deberes militares y, por consiguiente, de los derechos políticos, cuyo ejercicio se hacía efectivo concediendo una paga a los magistrados populares. La economía agrícola feudal ya se había transformado en economía industrial y comercial; nuevas clases —de mercaderes, artesanos, marineros— participan en el gobierno del estado; la reducción de los poderes del Areópago aumenta los de la asamblea popular; se siente la necesidad de preparar nuevas élites dándoles una cultura político-jurídica basada en el conocimiento de los problemas intelectuales y morales y asistida por una dialéctica capaz de imponerse y triunfar en las asambleas y en los tribunales. La adquisición de semejante cultura exige maestros que no se encierren, como antes lo habían hecho los naturalistas, en la esfera de sus problemas y de sus escuelas, sino que ofrezcan la enseñanza que el público reclama y está dispuesto a pagarles. Y es así como aparecen los sofistas —Protágoras de Abdera, en Tracia; Gorgias de Leontium, en Sicilia; Pródico de Ceos, en las Cicladas; Hipias de Elis, en el Peloponeso, etcétera—, procedentes de todo el mundo griego y algunos oriundos de la misma Atenas.
Los sofistas, viven dede sus enseñanzas y cobran por ella, por lo que tienen entre sus clientes a los hijos de las clases acomodadas. Sócrates, en cambio, no cobraba por sus enseñanzas, lo que es motivo de un diálogo narrado por Jenofonte (Memor., I, vi, 11-13):
"¡Oh, Sócrates! —dice el sofista—, yo creo que eres justo pero en modo alguno sabio; y me parece que tú mismo lo reconoces al no cobrar retribución alguna por tu conversación. Sin embargo, a nadie entregarías gratuitamente, o por menos de su valor, tu abrigo, tu casa u otra cosa que te pertenezca. Es claro, pues, que si atribuyeras algún valor a tu conversación también por ésta cobrarías una retribución que no fuese inferior a su justo precio. Se te podrá, entonces, llamar justo, ya que no engañas por avidez, pero no sabio, ya que lo que conoces nada vale."
"¡Oh, Antifonte! —contesta Sócrates—, nosotros creemos que la hermosura y la sabiduría pueden emplearse igualmente tanto de manera honesta como deshonesta. Si una mujer vende por dinero su belleza a quien se la pide, se la llama prostituta; e, igualmente, a quienes venden su sabiduría por dinero a los que la buscan se los llama sofistas, vale decir «prostitutos». Al contrario, si alguien enseña todo lo bueno que sabe a quienquiera vea bien dispuesto por naturaleza y se convierte en su amigo, creemos que ése cumple con el deber del ciudadano óptimo."
La oposición no consiste sólo en el hecho de cobrar. Sócrates considera la enseñanza como una misión sagrada que ha de cumplirse en beneficio ajeno y no propio. Pero además, los sofistas eligen sus discípulos según la situación económica de los jóvenes, en tanto que Sócrates sólo se preocupa la disposición intelectual y moral que revelen. La educación y formación de élites para el gobierno del estado efectuada por los sofistas obedece a las ambiciones y a los intereses políticos de jóvenes ricos; mientras que Sócrates pretende el bien general, al que los individuos deben consagrar su capacidad y no sobreponerle sus aspiraciones personales. La educación sofística es formación de habilidades; la socrática, formación de conciencias. Al basar en el privilegio económico la adquisición de un privilegio educativo, la primera se asocia a un espíritu oligárquico; al tratar de formar espiritualmente —como el mismo Sócrates dice, según Jenofonte (Memor., I, vi, 15)— "a muchas personas capaces de manejar la cosa pública", la segunda se inspira en la misma exigencia a la que obedecía imperfectamente la democracia ateniense al establecer la dokimasía (examen de los candidatos), correctivo del igualitarismo del sorteo, ciego a las diferencias de condiciones intelectuales y morales de los individuos. Sócrates introduce cohesión en esta exigencia al convertirla en requisito previo para la educación de los hombres aptos y señala que quien procura satisfacerla cumple una importante misión pública, aun cuando — justamente para poder actuar como maestro— él mismo no participa personalmente en el gobierno del estado.
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(Selección de: Mondolfo, Rodolfo: Sócrates. Eudeba. Cap. 1 y 2).
La victoria griega sobre los invasores persas en el año 478 a.C., tuvo a los atenienses por artífices principales y les inspiró confianza en sí mismos y en su régimen democrático. Atenas floreció y se hizo poderosa.
En el orden interior se amplía y se fortifica la constitución democrática: las reformas de Efialtes y de Perícles limitan los poderes del Areópago, dominado por la burguesía pudiente, y amplían los de la asamblea y del jurado popular; hacen efectiva, mediante un régimen de indemnizaciones, la participación de los proletarios en las magistraturas; imprimen vigoroso impulso a la justicia social y mayor intensidad a la vida política e inspiran en los ciudadanos un sentimiento de consagración a la polis y a su grandeza.
En el orden exterior Atenas llega a ser "la dominante" entre las ciudades marítimas, y la federación formada por éstas con la hegemonía de Atenas para la defensa común contra los bárbaros (liga delio-ática) llega a convertirse, con Pericles, en imperio ateniense.
Sin embargo, este florecimiento contenía los gérmenes de un posterior derrumbamiento. Por un lado, los conflictos con los propios aliados de Atenas que no toleraban la situación de vasallaje a que se veían reducidos, por otro las luchas a muerte con Esparta y Siracusa, a las que Atenas se vio empujada por las exigencias mismas de su dominio. Los avatares de ambas guerras desencadenan con creciente ferocidad las luchas internas entre oligarcas y demócratas: en 413- 412 los oligarcas aprovechan la grave situación bélica para derrocar la democracia y establecer la dictadura de los Cuatrocientos, luego derribada por el furor popular; pero, como la suerte de las armas no cesara de ser adversa, la psicosis de guerra lleva a la democracia a condenar a muerte, sin derecho de defensa, a sus propios generales victoriosos en la batalla naval de las Arginusas; y es en vano la valiente oposición de Sócrates a tamaño crimen.
El clima de terror y de sospecha que se crea en Atenas y los nuevos desastres bélicos permiten a los oligarcas volver en el año 404, con la ayuda de Esparta, a instituir la tiranía de los Treinta, dirigida por Critias.
Pero los crímenes de esta tiranía —como el asesinato de León de Salamina, en vano resistido valientemente por Sócrates— estimulan la reacción del pueblo. Los desterrados, guiados por Trasíbulo, logran encabezar una insurrección irresistible; después de la victoria, empero, renuncian generosamente a toda venganza y decretan la amnistía de los adversarios. Sin embargo, no triunfa luego la exigencia de una renovación moral, única base posible para un verdadero renacimiento político; antes bien, se sospecha del ciudadano que proclama tal exigencia; y Ánito —compañero principal de Trasíbulo—, junto con otros dos, acusa a Sócrates de corromper a la juventud y de desconocer a los dioses patrios.
En 399 a. C. tiene lugar el proceso y la condena de Sócrates, cuando ya la decadencia de Atenas parece irreversible.
2. La situación cultural
El siglo V a. C. asistió al mayor florecimiento cultural de Atenas.
El espíritu democrático ateniense promueve la participación de todo el pueblo en el progreso cultural. Se le educa el gusto artístico al ofrecerle obras maestras en los monumentos públicos (Partenón, Propíleos, pórticos pintados, estatua de Atenea, etcétera) con que Pericles convierte a Atenas en la ciudad más hermosa de Occidente, utilizando en servicio del pueblo el arte excelso de Fidias y de Mirón, de Ictino, de Calícrates, de Polignoto, etcétera; mediante el pago de los theoriká, que le permite asistir a las representaciones dramáticas, se llama al pueblo para que disfrute de las grandes obras de la poesía trágica y cómica —que en este siglo alcanza su apogeo con Esquilo, Sófocles, Eurípides, Aristófanes— que debate a menudo grandes problemas religiosos, morales, políticos y enuncia a veces elevadas concepciones éticas, como la Antífona de Sófocles, donde se plantea el problema de las leyes no escritas y se opone al principio del odio el del amor humano. La protección otorgada por Pericles a artistas como Fidias e Ictino, a pensadores como Anaxágoras y Protágoras, y el espíritu de libertad que promueve entre los ciudadanos hacen de Atenas la capital intelectual del mundo griego, el centro de atracción de los nobles espíritus de la época, propugnáculo del libre desarrollo de la personalidad humana.
El florecimiento de las artes y las letras y el fermento de vida intelectual que se producen en la Atenas del siglo V con la aparición de genios como Fídias, los tres grandes trágicos, Aristófanes, Tucídides, Sócrates, es notable. Todos ellos encuentran un clima propicio para el desarrollo y la expresión de su genio debido a las libertades otorgadas por la constitución y las condiciones concretas de la vida ateniense.
A esa libertad —consecuencia de la evolución política ateniense después de las guerras persas— se vincula también la nueva orientación que allí cobra la investigación filosófica. No puede entenderse el tránsito del predominio de los problemas de la naturaleza, característico de la filosofía anterior, a la posición central que conquistan ahora los problemas humanos, si no se relaciona la evolución de los intereses intelectuales con la situación político-social.
Las guerras persas y las exigencias posteriores de la hegemonía imperial de Atenas habían impuesto la extensión, a todos, de los deberes militares y, por consiguiente, de los derechos políticos, cuyo ejercicio se hacía efectivo concediendo una paga a los magistrados populares. La economía agrícola feudal ya se había transformado en economía industrial y comercial; nuevas clases —de mercaderes, artesanos, marineros— participan en el gobierno del estado; la reducción de los poderes del Areópago aumenta los de la asamblea popular; se siente la necesidad de preparar nuevas élites dándoles una cultura político-jurídica basada en el conocimiento de los problemas intelectuales y morales y asistida por una dialéctica capaz de imponerse y triunfar en las asambleas y en los tribunales. La adquisición de semejante cultura exige maestros que no se encierren, como antes lo habían hecho los naturalistas, en la esfera de sus problemas y de sus escuelas, sino que ofrezcan la enseñanza que el público reclama y está dispuesto a pagarles. Y es así como aparecen los sofistas —Protágoras de Abdera, en Tracia; Gorgias de Leontium, en Sicilia; Pródico de Ceos, en las Cicladas; Hipias de Elis, en el Peloponeso, etcétera—, procedentes de todo el mundo griego y algunos oriundos de la misma Atenas.
Los sofistas, viven dede sus enseñanzas y cobran por ella, por lo que tienen entre sus clientes a los hijos de las clases acomodadas. Sócrates, en cambio, no cobraba por sus enseñanzas, lo que es motivo de un diálogo narrado por Jenofonte (Memor., I, vi, 11-13):
"¡Oh, Sócrates! —dice el sofista—, yo creo que eres justo pero en modo alguno sabio; y me parece que tú mismo lo reconoces al no cobrar retribución alguna por tu conversación. Sin embargo, a nadie entregarías gratuitamente, o por menos de su valor, tu abrigo, tu casa u otra cosa que te pertenezca. Es claro, pues, que si atribuyeras algún valor a tu conversación también por ésta cobrarías una retribución que no fuese inferior a su justo precio. Se te podrá, entonces, llamar justo, ya que no engañas por avidez, pero no sabio, ya que lo que conoces nada vale."
"¡Oh, Antifonte! —contesta Sócrates—, nosotros creemos que la hermosura y la sabiduría pueden emplearse igualmente tanto de manera honesta como deshonesta. Si una mujer vende por dinero su belleza a quien se la pide, se la llama prostituta; e, igualmente, a quienes venden su sabiduría por dinero a los que la buscan se los llama sofistas, vale decir «prostitutos». Al contrario, si alguien enseña todo lo bueno que sabe a quienquiera vea bien dispuesto por naturaleza y se convierte en su amigo, creemos que ése cumple con el deber del ciudadano óptimo."
La oposición no consiste sólo en el hecho de cobrar. Sócrates considera la enseñanza como una misión sagrada que ha de cumplirse en beneficio ajeno y no propio. Pero además, los sofistas eligen sus discípulos según la situación económica de los jóvenes, en tanto que Sócrates sólo se preocupa la disposición intelectual y moral que revelen. La educación y formación de élites para el gobierno del estado efectuada por los sofistas obedece a las ambiciones y a los intereses políticos de jóvenes ricos; mientras que Sócrates pretende el bien general, al que los individuos deben consagrar su capacidad y no sobreponerle sus aspiraciones personales. La educación sofística es formación de habilidades; la socrática, formación de conciencias. Al basar en el privilegio económico la adquisición de un privilegio educativo, la primera se asocia a un espíritu oligárquico; al tratar de formar espiritualmente —como el mismo Sócrates dice, según Jenofonte (Memor., I, vi, 15)— "a muchas personas capaces de manejar la cosa pública", la segunda se inspira en la misma exigencia a la que obedecía imperfectamente la democracia ateniense al establecer la dokimasía (examen de los candidatos), correctivo del igualitarismo del sorteo, ciego a las diferencias de condiciones intelectuales y morales de los individuos. Sócrates introduce cohesión en esta exigencia al convertirla en requisito previo para la educación de los hombres aptos y señala que quien procura satisfacerla cumple una importante misión pública, aun cuando — justamente para poder actuar como maestro— él mismo no participa personalmente en el gobierno del estado.
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(Selección de: Mondolfo, Rodolfo: Sócrates. Eudeba. Cap. 1 y 2).
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